La gran mayoría de los matrimonios que acuden a consulta aluden que uno de sus principales problemas es que no se comunican o que no saben comunicarse. ¿Qué quiere decir esto realmente? Porque las personas sabemos hablar y más o menos expresamos lo que pensamos. De hecho, es imposible no comunicar. Aunque no haya palabras, los gestos, las miradas, las acciones, los silencios... todo es comunicación. ¿Cuál es el verdadero problema?
La dificultad está en que cuando nos comunicamos aparece la diferencia y nos encontramos con este gran reto, donde es muy común que surjan muchas dificultades para gestionarlo. Cada miembro del matrimonio viene de una familia concreta y única y por tanto diferente a la del otro. Cada uno procedemos de una familia que tiene su cultura, sus costumbres, sus valores, su forma de funcionar, sus normas. Ponerlo en común y establecer conjuntamente las normas, en la familia que se ha creado, es tarea muy complicada. La realidad es que decir que pensamos diferente, es una forma políticamente correcta de expresar lo que realmente pensamos, que es que el otro está equivocado. Porque si pensara que es adecuado pensaría lo mismo que uno, y no es así. Y si el otro está equivocado y lo permito, se cometerá un error. Ante esta situación normalmente se dan dos posturas diferentes:
Ceder, para evitar el conflicto, pero pensando que se está cometiendo un error y no participando en ello. Me mantengo a un lado y no apoyo a mi mujer o marido.
Entrar en escalada. No paramos de discutir, intentando convencer al otro de mejores o peores formas. Entramos en una espiral donde el conflicto va aumentando y no tiene fin.
Hay una tercera vía. Descubrir la otra cara de la moneda. Por una cara somos diferentes, pero por la otra, somos complementarios. El gran reto que tiene el matrimonio es hacer un equipo fuerte, cimentado en la comunión y la complementariedad. Somos diferentes desde el inicio por ser hombre y mujer y precisamente en nuestra diferencia reside la capacidad de ser complementarios. Ver la diferencia como una oportunidad de crecer, de ver a través del otro lo que uno por su esencia y su historia no puede ver, y viceversa. Una de las claves está en la disposición que uno tiene frente al otro cuando se sientan a hablar. Escuchar con la intención de comprender al otro, aunque no esté de acuerdo. Descubrir y rescatar lo bueno que se puede recoger de la mirada del otro, en vez de escuchar con la intención de rebatir lo que el otro está diciendo. Descubrir que el otro no es tu enemigo, sino la persona que Dios ha elegido para ti y para tus hijos, por ser la más adecuada.